domingo, 14 de octubre de 2012

Ramona

Conocí un día una mujer muy sola pero a la vez muy alegre. No podría decir que era diferente, si interesante a su manera. Cada vez que la visitaba, mientras la escuchaba hablar, pensaba que detrás de esa vida solitaria debía haber una gran historia de amor. Un amor fuerte e inigualable, comparable sólo con las obras de Shakespeare. Lo que lo transforma en un amor prohibido, trunco, sin final feliz.
Nunca pude preguntarle si mis fantasías tenían algo de realidad, por dos motivos. El primero es porque si era así, mi pregunta reviviría un dolor muy grande. Y en segundo lugar porque estaba segura que no me iba a responder con la verdad.
Desde que tengo memoria ella estuvo enferma, una enfermedad sin nombre que ataca por dentro y te debilita. Se notaba en su cuerpo, sobre todo en sus brazos y en el pelo. Pero los ojos, ese era un caso aparte. Sus ojos convinaban con sus hitorias, siempre felices, siempre riendo y haciendo reír.
Jamás dijo que la soledad era una buena compañera y a pesar de ello no nos dedicaba, a nosotros las personas, mas de dos horas por visita. "Estoy cansada" decía, y yo núnca le creí.
Podría haberlo hecho, su enfermedad la cansaba y eso era evidente, pero para mi era sólo una excusa. Se que cuando nos ivamos volvía a su mundo. Cerraba la puerta de su departamento y al darse la vuelta el sillón ya no estaba vacío. Un hombre joven y elegante la llamaba sonriente y ella, joven también, corría a sentarse en sus rodillas. Y así se quedaba, en su juventud eterna con su amor eterno.
No le gustaba la soledad ni la enfermedad, esas dos que aparecían cuando los ojos de otros la miraban tristes. Ella amaba la vida.
Por eso será que no lloré cuando murió. Ya no vamos a  ir a mirarla con tristeza, ya no le vamos a recordar la soledad en la que nosotros creímos que vivía. Se que están los dos en su casa,juntos y felices para siempre. No necesita que nadie certifique su presencia, con él le basta y le sobra.

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